Responsabilidad, naturalmente.
La evolución de la humanidad se
ha construido sobre la base de la conquista de una serie de derechos. La misma
concepción de democracia encuentra en la posibilidad de tener una voz, nuestra
voz, uno de sus preceptos fundamentales.
Es así que esta se fue imponiendo sobre otros regímenes de naturaleza tiránica,
diseñando a su vez un sistema de derechos que asista a las personas. En ese
conjunto, un pilar es el de la libertad de expresión, es decir, la facultad de
poder decir lo que pensamos sin tener una sanción a cambio. Es un derecho del cual
debemos gozar todos, así se trate de funcionarios, los cuáles, sean elegidos o
empleados, de confianza o seleccionados, pueden y deben manifestar lo que
piensan sin ningún temor. El hecho de trabajar en la administración pública no los
exime de opinar. Las normas constitucionales y la Declaración Universal de los
Derechos Humanos los ampara. Sin embargo, gozando de esa libertad se debe
entender que también se tienen deberes, el principal, el que tiene que ver con que el
ejercicio de un derecho no puede pulverizar otros. Decir lo que pensamos no debe
significar atropellar la honra, liquidar la imagen, traficar con el honor,
exhibir la intimidad o calumniar a las personas. Las leyes que desarrollan la Constitución
ya sancionan este tipo de conductas.
Por otro lado, las redes sociales
se han convertido en un formidable vehículo de transmisión de ideas y, sobre
todo, de construcción de opinión. En ese aspecto han revolucionado el debate
público convirtiéndose en la herramienta favorita de políticos y funcionarios. Twitter
y Facebook han sido desenfundados en más de una ocasión para generar protestas
e indignación en el mundo. Los esquemas clásicos de poder se han visto confrontados
con la potencia efectiva de las masas que se aglutinan como resultante del mensaje
virtual.
En vista de ello se tiene que ser
especialmente responsable con el uso que se le da a la red social, partiendo de
una base moral, personal, de conciencia y no normativa. Las regulaciones a la
forma como se utiliza la red destruirían una de las columnas fundamentales del
espacio virtual: la libertad. Los usuarios, más aún si son funcionarios, tienen
que entender lo que ya Max Weber señalaba: en la administración pública
predomina la ética de los resultados, es decir la que mide nuestros actos sobre
la base de la consecuencia de nuestras acciones. Y eso tiene un nombre:
responsabilidad.
José María Carrascal, el gran
periodista español, detalla el asombro que le causó la definición de un profesor
alemán sobre la democracia. Con una germana capacidad de síntesis, que
envidiaría el mismo Borges, Herr Professor
dijo: “¿Demokratie? Responsabilitet, natürlich!” (¿Democracia?
Responsabilidad, ¡naturalmente!). Y es ella, la responsabilidad en el
desarrollo de nuestras acciones lo único que debe regular el comportamiento de
un funcionario.
El hecho que un par de ministros
se hayan excedido y hayan sido consentidos en sus ímpetus agresivos, no debe
servir de pretexto para quitarle calidad a nuestra endeble democracia
imponiendo regulaciones de carácter ético o normativo a acciones que son
propias de personas que actúan con inmadurez. Las tiranías requieren de
normatividad, las democracias de aprendizaje. Empecemos a aprender, con
responsabilidad y tolerancia.
Juan Sheput
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