Han transcurrido ya 120 días desde que empezó la presidencia de Ollanta Humala. Y como sucede en los países que tienen pendiente la construcción de ciudadanía, la evaluación de analistas y periodistas se ha limitado a la economía. Sigue los lineamientos, dicen unos; respeta los fundamentos, afirman otros. Pero la mayoría olvida que el crecimiento económico no necesariamente significa desarrollo, y que la ausencia de ciudadanía puede convertir al ingreso de divisas en una maldición, por la presencia de la corrupción.
Desde este punto de vista, es necesario precisar el contexto, para así evaluar al Gobierno del presidente Humala con rigor. Éste llegó al poder diferenciándose de su adversaria, Keiko Fujimori, por las banderas distinguidas de lucha contra la corrupción. Honestidad que hace la diferencia, era la frase que acompañaba al candidato Humala en cuanto panel había por la ciudad. El recuerdo de Alberto Fujimori y lo nefasto de su gobierno se avivaba con el planteamiento concreto de Ollanta Humala de hacerle frente a los corruptos. Y vaya que la estrategia funcionó. Ya antes había tenido éxito al marcar la línea entre las candidatas Lourdes Flores y Susana Villarán frente a Alexander Kouri por la Alcaldía de Lima.
De manera que lo justo es evaluar al Gobierno del presidente Humala por lo que ha hecho en estos primeros cuatro meses en materia de lucha contra la corrupción. Y es allí donde vemos una notoria falta de compromiso con lo ofrecido. Y es allí donde notamos que el Gobierno no tiene mayor interés en hacer respetar una de las banderas que lo llevó al poder.
Desde un principio el presidente Humala dio señales equívocas. La primera, el nombramiento de su asesor, el abogado Roy Gates, defensor del cuestionadísimo personaje aprista Rómulo León. Posteriormente, casi en paralelo, la gira de Alexis Humala por Rusia, en una serie de citas aún no aclaradas, pero que ante el escándalo fue rápidamente apagada por un efectivo blindaje fortalecido por la comprensión social que se brinda en todo inicio de gobierno.
Pero luego las malas señales se fueron haciendo más notorias. No se dio apoyo político a Javier Diez Canseco para que presidiera la comisión investigadora del Gobierno de Alan García. Intuyo, por los recursos manejados, que el segundo gobierno de García es el más corrupto de nuestra historia en un régimen democrático. Obras inconclusas, licitaciones amañadas, decretos de urgencia abusivos, compras innecesarias, refacciones sobrevaloradas, emergencias logísticas sobre fenómenos naturales inexistentes, son algunos de los cuestionamientos que se hacen al gobierno anterior. Seguramente llevado por una falta de coraje político, el Gobierno decidió no apoyar con solidez al congresista Diez Canseco, con lo cual la comisión congresal nace literalmente disminuida y sin peso específico.
Pero en estos días, uno de los aspectos que más me ha llamado la atención es la forma como el Gobierno del presidente Humala encara asuntos controversiales de su entorno de colaboradores más estrecho. En tan solo dos semanas se han evidenciado conflictos de intereses en el ministro de Comercio, en el ministro de Agricultura, en la viceministra de Minas, un caso sonado de preferencia familiar en el Ministro de la Producción, todos hechos ante los cuales el Gobierno no ha reaccionado con firmeza sino más bien con cierta condescendencia. Es cierto que la insignificancia política de la oposición ayuda a que estos casos se minimicen, pero el deterioro de la imagen del Gobierno continúa, lenta pero sistemáticamente.
Lo justo es evaluar al Gobierno del presidente Humala por lo que ha hecho en estos primeros cuatro meses en materia de lucha contra la corrupción. Y es allí donde vemos una notoria falta de compromiso con lo ofrecido
Este deterioro se agrava al perder algunos ministros el sentido ético. Por ejemplo, ante una pregunta sobre los probables conflictos de intereses en su sector, el Ministro de Agricultura responde que su sueldo es muy bajo; y frente a una pregunta sobre la sanción que recibiría la viceministra de Minas, Susana Vilca, el titular del sector, Herrera Descalzi, responde que ella ya se sintió muy mal por lo acontecido, y ésa “es una sanción suficiente”. Es decir, la ética por los suelos. Tanto es así que ante estas denuncias el caso Chehade, en lugar de convertirse en emblemático, se ha transformado en tragicómico, por la forma como el Gobierno lo encara. Pareciera que a éste no le interesara la institucionalidad, característica muy propia de gobiernos autoritarios.
Al momento de escribir este texto, Omar Chehade conservaba intactos sus privilegios como miembro del Ejecutivo y del Congreso. Una cortina de maniobras en ambos poderes permite que se burle del país, a pesar de haberse evidenciado contradicciones que demostrarían un gravísimo comportamiento. Pero no pasa nada. El olvido por agotamiento mediático y una sociedad a la que, pareciera, le encanta convivir con individuos cuestionados, así lo permite.
Si se pensaba que el Gobierno de Ollanta Humala representaba una gran transformación e iba a luchar contra la corrupción, es evidente que estamos enfrentando un desengaño. Lo que hay es una gran confirmación de que la corrupción, gracias a este Gobierno, tiene aún sus capacidades y complicidades intactas. Y de repente hasta saldrá fortalecida.
*Juan Sheput es dirigente de Perú Posible.
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