domingo, 9 de mayo de 2010

Una bella columna de Marcela Robles sobre el día de la Madre

Los domingos siempre tengo el placer de leer, en El Comercio, a Marcela Robles y descubrir y redescubrir que el talento le viene por las venas. El día de hoy, con ocasión del día de la Madre nos regala una bella reflexión que, como debe ser, está inspirada en la relación más sublime del mundo, la existente entre hijos y padres, entre hijos y mamá. Es un lindo homenaje, por lo singular y sincero que, cambiando a los protagonistas, bien puede ser la historia de cada uno de nosotros. Me ha gustado mucho, tanto, que hago una excepción en este blog cuyas características conocen para compartir con ustedes este artículo que nos transmite sentimiento y emoción:

Amores Intensivos por Marcela Robles

Es bueno repetirlo. El periodismo no es para ventilar asuntos personales tipo “querido diario”, y no se debería traicionar esa premisa. Salvo excepciones que valgan la pena romper la regla.

El Día de la Madre me aburre soberanamente. Y no voy a machacar que se ha convertido en otro producto del libre mercado a fin de vender “todo lo que le guste a mamá” para hacerla feliz con una nueva lavadora. Porque en demasiados hogares las cosas siguen igual al día siguiente y las madres continúan con su doble o triple jornada dentro y fuera del hogar y al cuidado de los hijos. Y esto no es discurso, sino estadística pura y dura.

Sin embargo, la celebración no interfiere en absoluto con lo que siento por mi madre, Ada, a quien rara vez me he referido en este espacio, probablemente por pudor. Y en parte porque todo fue siempre acerca de mi padre: El señor de la colita, el reconocido escritor y cineasta (que dice que ya se cansó del cine), el iconoclasta, irreverente, polémico y deslenguado de mi señor padre, sin dejar de reconocer su amor y meridiana sabiduría que me ha guiado siempre bien en callejones oscuros.

Pero estas líneas son para doña Ada, que se ocupó de mí desde que nací muy pequeñita, en la calle Mascarón del Centro de Lima, que ahora es la Av. Emancipación. Curioso. Un presagio de que me convertiría en una mujer libre y emancipada, y trabajaría algún día nada menos que a pocas cuadras de donde vine al mundo, en este diario que me acoge y en el que ahora escribo. Alucinante.

Mi mamá veló por mí en una especie de sala de cuidados intensivos. Y sigue haciéndolo a través de la telepatía que hemos desarrollado en todos estos años, en una de las relaciones más complejas que existen sobre el planeta, la de madre e hija, y viceversa. Y digo cuidados intensivos (agotadores, demoledores, intensos) porque eso es lo que una hija o hijo requieren: atención especializada y permanente en los innumerables accidentes de la vida diaria, que van desde resfríos y sarampiones, separaciones, rotura de huesos, entre otros dolores profundos que atraviesan la muela hasta el corazón.

Cuando se fuerza el cliché se puede romper, y entonces, funciona: detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Pienso que las mujeres inteligentes se mantienen “atrás” porque es un lugar mucho más estratégico, y no porque se hagan menos de lo que son, sino por sensatez y sensibilidad. Además, creo que mi madre siempre estuvo “al lado” de mi padre, o más bien, varios pasos adelante. Como anécdota, parte de su sabiduría consiste en hacerse la sorda, igual que Buñuel, el gran cineasta, viejo zorro que cuando el tema no le interesaba pretendía no escuchar pero entendía a la perfección. Aunque, especialmente, siempre me pregunto en qué lugar encuentra mi madre la calma suficiente para aconsejarme, incluso mientras navega en sus propias tormentas.

Veo fotos antiguas en las que me sostiene entre sus brazos (ella siempre sonriendo y yo siempre con cara de poto). Sin embargo, estoy cautivada por la relación que tenemos hoy, después de haber pasado por las innumerables etapas que requiere afinar este imposible amor lleno de esquirlas que se incrustan en él: la rebeldía, la indiferencia, las pataletas, los reclamos, la rabia. Hasta que un día, cuando el instrumento está afinado, es posible ejecutar a dúo una hermosa melodía.

Ahora, finalmente, podemos cuidarnos la una a la otra. Por eso me doy el gusto de escribirle lo que ella me repetía cuando niña: Te quiero tanto, que ya no sé.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que lindo!!! gracias por compartirlo Ing. Sheput!

Anónimo dijo...

También sigo a la periodista Marcela Robles cada domingo a través de El Comercio, y coincido con Ud. Sr. Sheput en la excelencia y delicadeza de su escritura. Poeta tenía que ser.

Anónimo dijo...

Señor Juan Sheput, así me gusta mas, cuando difunde cultura como la nota de Marcela Robles. No se acordará de mi pero lo saludé en el Buen Gusto de Miraflores, estaba con mis hijos y ellos me han pasado su blog con este buen testimonio de Marcela Robles, a quien también admiro, así como a usted. saludos y siga difundiendo cultura.

Carmela